Lo eterno marchita
y lo efímero marca nuestras memorias.
Reúne parte de las ideas que se ven moldeadas en el recorrido interno del libro, un círculo que encuentra la forma de consumirse a sí mismo tras una silueta, permite entrever la simbología que sutilmente susurra una palabra: uroboro (del griego οὐροβόρος [ὄφις], ‘[serpiente] que se come la cola’, a su vez de οὐρά, ‘cola’, y βόρος, ‘que come’), representando así conceptos como la unificación de la transición de las ideas, la eclosión y su dispersión continua, que más tarde se convertirían en canal de regreso a la consciencia sobre la entropía.
A escala de las masas solares somos minucias irrelevantes, pero, a pesar de la certeza de esta afirmación, siempre habrá un vértice en una locación relativa a la nada en el que colisionan todas nuestras posibilidades.
El turquesa es una luz que al traspasar se adhiere fugazmente a la esencia del todo y trae a colación la calma que permanece antes, durante y después de cada segmento inmerso en la continuidad, misma a la que todo se somete cuando logramos observar desde un plano superior, un cartesiano en el que ya no se es susceptible a las instancias. Todo pasa y, sin importar la derivación de orden que se presente, todo está predispuesto desde un modelo inicial en el que las mismas ocurren, incluso, sin consideración alguna de las coordenadas.